En general, cuando escuchamos la palabra «ecológico», pensamos: ¡Ouch, lo ecológico siempre es más caro que lo normal! Estamos acostumbrados a consumir sin pensar, ya que tenemos a nuestro alcance todo aquello que se nos ocurra pero, ¿verdaderamente no tenemos otra alternativa asequible? Sabemos que los productos catalogados como ecológicos son más caros puesto que su proceso productivo es manual, de mejor calidad, libre de productos tóxicos. Consumirlos habitualmente aumentaría, en apariencia, el coste de la cesta de la compra por dos. Pero, ¿realmente lo ecológico es más caro? ¿Está a nuestro alcance hacer un consumo más responsable y sostenible? La respuesta es un rotundo SÍ, todos podemos emprender en esto del ecologismo. No me refiero a realizar la compra en un supermercado ecológico (que sería lo ideal si nuestro bolsillo nos lo permitiera), sino en ser conscientes de que muchas de esas acciones que realizamos por instinto no son las adecuadas. Cambiarlas, además de ayudar al planeta, supondría un ahorro para nuestro bolsillo.

Por ejemplo, el simple hecho de comprar fruta y verdura de temporada, y producida en entornos próximos, supondría reducir el gasto. ¿Qué sentido tiene comerse un melón de Brasil en febrero? Ninguno, pues se trata de una fruta muy rica en agua que ayuda a reponer líquidos y, por tanto, ideal para el verano e innecesaria en estaciones frías. Por el contrario, las verduras de invierno (alcachofas, coles, habas…) son mucho más secas pero sus propiedades nos preparan para el frío. Así que consumiendo los productos que nos ofrece cada estación del año, además de tener una dieta más variada y saludable, evitaríamos el gasto de combustible para transportarlas desde el otro lado del planeta.

Si además, reducimos el consumo de carne, también disminuimos nuestra huella ecológica. Para producir un kilo de carne hacen falta muchos kilos de cereales (soja, maíz…), que suelen ser transgénicos, se cultivan en países en vías de desarrollo donde se devastan grandes superficies de terreno y se expulsa a la población autóctona, que se queda sin recursos. Suena duro, ¿verdad? Pero es la pura realidad. Así que si limitamos los productos cárnicos, no sólo ayudamos a nuestro bolsillo y a nosotros mismos, sino que disminuimos el impacto ambiental de la crianza del ganado. Y como sabemos, la combinación de legumbres y cereales da cadenas de proteínas similares a las de la carne, pero sin el perjuicio de ingerir las hormonas y antibióticos que suministran a los animales.

Pero no nos quedemos sólo en la alimentación, podemos extrapolar esto a cualquier otro ámbito de nuestro día a día. Utilizamos muchísimos productos químicos en nuestro día a día sin darnos cuenta: combustibles, detergentes, limpiadores del hogar, cosméticos, ambientadores… Todos ellos contaminan al medio e incluso a nosotros mismos. Hace varias décadas no existían muchos de estas sustancias, y la vida se llevaba a cabo de igual manera. Si, por ejemplo, utilizáramos los productos de antaño para la limpieza (vinagre, bicarbonato, jabón casero o de potasa, aceites esenciales para perfumar), obtendríamos resultados similares con menor impacto ambiental y, de nuevo, ahorrando.

Los muebles, los aparatos electrónicos, la ropa… ¿Son tan necesarios como nos hacen creer? Igual deberíamos comprar menos objetos pero de mejor calidad, que duraran más tiempo, realizados con sustancias y tintes menos agresivos y manufacturados en lugares próximos donde se respete a los trabajadores y al medio ambiente. Creo que vale la pena invertir algo de tiempo en informarnos sobre el producto que vamos a adquirir si con ello mejora nuestra salud y la de los que nos rodean.

No hace falta vivir como un ermitaño, con un catre y una vela, pero está en nuestras manos modificar nuestra conducta consumista y ser más ecológicos para, todos juntos, conformar un gran cambio.

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Ana Lara Martí – Josan Natur

Ingeniero agrónomo, máster en Agricultura Ecológica.

 

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